Nariz de perro gris





Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo,

salvo hasta dónde podemos hundirnos.

Cioran
El tiempo esculpe nuestro cuerpo hasta pulverizarlo. La imagen del joven que habitamos se pudre en el sueño. En diciembre me encontré a un indigente en la caja de la vinatería Alianza de metro Zapata. Los vendedores lo corrieron porque apestaba a mierda. El hombre les dijo que no ofendía a nadie, sólo quería comprar alcohol; así que colocó sus monedas en el mostrador y le dieron un botella Tonayan de plástico. Las vendedoras rociaron con aromatizante de lavanda mientras el hombre cruzaba la puerta. Lo vi acomodarse en el suelo sobre un cartón sucio y una manta; abrió su Tonayan y le dio un trago largo. No volví a saber de él hasta hace una semana.

Tenía hambre. Decidí ir a la Esperanza por unos bocadillos de queso con jamón para espantarla . Me senté en un macetero circular de concreto y le di un buen mordisco a mi pan. A lo lejos, tumbado en el piso con la cabeza apoyada en la pared, vi de nuevo al indigente. Me saludó. Hice lo mismo. 
–Sonríe, amigo. 
Sonreí como idiota. Él se levantó, se acercó y me extendió la mano. Lo saludé. Se sentó junto a mí. Olía a orines y alcohol y gritaba al hablar, arrastrando las vocales; no me levanté. La pareja de a lado huyó.
 –A qué te dedicas?
–A dar clases. 
–Yo alguna vez estudié. Fui al CUM [Centro Universitario México], a la UP [Universidad Panamericana] . Estudié leyes, pero se atravesó esto –señaló a su botella–. Lo que es. También fui bajista, tocaba en un grupo, ya no existe. Yo vivía en Pitágoras, pero hace 21 años me fui. Yo era un buen bajista, toqué con Fobia. ¿Los conoces? Eran chingones. El aplauso del público era increíble, lo mejor. Tuve un accidente y luego se atravesó esto. ¿Tú que música escuchas? 
–Un poco de todo. Me gusta Rockdrigo. 
–Era muy bueno. 
–¿Lo conoces? 
–Claro, soy borracho, no pendejo. Lo escuché. Ya no vive. Murió en el terremoto del 85. Era muy bueno. Muy bueno. También me gustaba Caifanes, le debo mucho al Sabo Romo. Y a Fobia. ¿Sabes. Uno de los de Fobia vivía cerca de mi casa. Alguna vez toqué con ellos. Hoy son unos chingones. Se separaron, pero es normal. Todo es así al final. ¿Sabes? A veces me gusta tocar la guitarra y bum, bum, bum, es enorme ese sonido, como un sueño. Imagina que te están aplaudiendo, uff, ese aplauso no tiene madre. Es el aplauso que suena, se pierde, pero nunca se va de aquí –dijo y señaló a su corazón.
Hizo una pausa. Escupió al suelo. Con la mano derecha se acarició la barba cana, rala y sebosa. Le dio un sorbo a su botella. Le pregunté que si había estudiado en el CUM, de qué generación era. 
–Del 93.
–¿Saliste en el 93?
–Sí. 
–¿Recuerdas algo de esos días? 
–Claro. Íbamos puros hombres y alguno que otro puto. No terminé porque tuve un accidente y luego se atravesó esto. Lo que es. Era una de las mejores escuelas de Latinoamérica. Tenia muchos amigos. ¿Sabes? Cuando llegó a pasar por ahí, me quedó mirando el edificio y pienso en su cancha de tenis [de frontenis, que ya no existe], en su enorme cancha de fútbol, en su patio grande, en los salones. ¿Sabes? Se me sale el llanto. 
Entonces vi sus ojos pequeños, casi ocultos por la hinchazón de sus mejillas y la mugre; las lágrimas escurrían por las costras de su cara hasta confundirse con los mocos que le mojaban el bigote. Limpió su rostro y me dijo que había tenido un maestro que le había bajado a su novia Marta. 
–¿Y el maestro que te la bajó? ¿Recuerdas su nombre? 
Asintió. Me lo dijo. No supe qué responderle. Me quedé helado. ¿Qué indigente del país sabe el nombre de un profesor del CUM? Ninguno que yo sepa. Uno de cien. Las probabilidades son escasas. No le dije que ese mismo profesor también había sido mi maestro hacia muchos años. Le tenía aprecio. Y no me lo imaginaba pedaleando bicicletas ajenas. Además no sabía si creerle o no. ¿Y si era una fantástica fabulación de un ebrio que habitualmente se paseaba frente a una escuela? El Centro Universitario México, en aquel tiempo, no admitía mujeres en sus aulas. Lo que sí era un hecho es que ese mismo profesor había impartido clases ahí durante las fechas que el indigente mencionó haber estudiado. Pero eso no revelaba nada. 
Ese hombre sucio, pestilente, andrajoso, que cargaba su botella de alcohol, con el cual jamás imaginé platicar, ni tener ningún vínculo, era un ex compañero del CUM. Somos el hilo de una telaraña que se interseca con otra. La idea de individuos atomizados me parece pueril. Sin embargo, seamos sinceros, ¿a quién le importa que seas un indigente alcohólico en esta ciudad? Vamos, ¿a quién le importan los indigentes? Ni siquiera están considerados en el presupuesto. Son una motita de 6 mil 774 personas, según el primer Censo de Poblaciones Callejeras 2017, realizado por la Secretaría de Desarrollo Social de la Ciudad de México. De los cuales 1250 cuentan con estudios de nivel medio superior o superior. Es decir, tenemos indigentes estudiados. En Colombia les dicen los desechables; en México tan sólo son invisibles. 
–Nariz de perro gris, ¿no quieres un poco? –dijo y me ofreció de su garrafita. 
–No.
–Yo soy borracho, pero no ladrón. Todo es honesto. Nunca, nunca he robado nada. A veces camino al parque de los Venados o a Pilares; a veces me quedo aquí y veo a la gente. 
–¿Qué es lo que estás leyendo? –señalé la bolsa de su chamarra.
–Es La Biblia. El dios todopoderoso. Él es grande. ¿No? –lo dijo mientras golpeaba su pecho con la palma abierta. Observé sus tenis en hilachas, carcomidos, sucios, sobre puestos; sus tobillos apenas cubiertos con jirones de calceta; su piel exhibía cicatrices, hematomas, costras. 
–¿Cómo me dijiste que te llamas? 
–Gerardo.
–Gerardo qué. 
–Gerardo Espinosa Morán.
Extendió su mano y le dije mi nombre. Se sonrió. Vi sus dientes frontales, aun completos, manchados por el alcohol. 
–Me tengo que ir, Gerardo. Luego te paso a ver. 
–Nariz de perro gris, ¿tienes cinco pesitos que me des?
–Sí, toma. 
Le di cincuenta pesos. 
–Gracias, hermano.

Lo primero que hice al llegar a casa fue buscarlo en mis anuarios del CUM. Sólo encontré a un tal Gerardo Espinosa Zamora. Entonces lo busqué en la red. Nada. ¿Y si estuviera en Facebook? ¡Qué absurdo! ¿Cómo crees?, me dije. Lo busqué y ahí estaba su foto de perfil: el rostro limpio, esbelto, sin barba, solo traía unos lentes negros; en la foto de portada aparecía con una camisa rosa y sujetaba a un gato negro. Teníamos contactos en común. Muchos de ellos amigos míos, ex maristas. Incluso en 2017, alguien le había comentado en su muro: "Hola, hace unas semanas me encontré a Gerardo en la calle y sigue viviendo ahí, en las calles. Hoy es un dia especial para el tal vez puedas ir a buscarlo para felicitarlo. Me parece su zona va desde el parque de los venados hasta la estación del metro zapata, mas o menos esa es su zona.
Ojala pronto podamos echarle la mano". 
No había duda, eran la misma persona.



Volví al rostro virtual de Gerardo, Jerry, Camaleón, como le dicen sus amigos, y pensé: ¿En qué momento nos rompemos?¿Cómo profundizamos en el conocimiento de nuestra propia fragilidad? ¿Qué nos precipita hacia los peñascos del infierno? ¿Cómo evitarlo? Un hombre carga con su propia existencia y se quiebra. Hay hombres que cargan a otros hombres y nunca se rinden. El tiempo esculpe nuestro cuerpo hasta pulverizarlo. La imagen del joven que habitamos se pudre en el sueño. Es dura la vida, brutal, incierta, sorprendente. Un trago de alcohol seco en el ocaso. Lo que es, nariz de perro gris. Lo que es.


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