Ron con combi y carretera


Hace varios años un tipo me ofreció un trago de ron de su botella. Íbamos a bordo del camión que va de Indios Verdes a San Cristóbal. Le dije que no, pero insistió. Tenía la mirada penetrante, a punto de colmar el vaso del resentimiento social. Acepté más por temor que por voluntad. Se sonrío, su labio inferior era gordo. Tomé la botella envuelta en una bolsa de plástico negro y le di un trago breve sin tocar la boquilla. Tómale más, no tiene bucitos. Le di otro más largo. Eso cabrón, la gente que bebe me da confianza, dijo. Durante el trayecto que va de Indios Verdes a San Cristóbal Ecatepec, el tipo me habló de sus pérdidas con la familiaridad que corresponde a quien acompaña a un enfermo. No puedo decir lo mismo de la pareja que ayer abordó la combi que va del metro Gómez Farías a San Buenaventura. El joven de espalda ancha, cuyo chaleco permitía exhibir sus brazos musculosos con tatuaje de lobo en su muñeca, abrió una lata de Jack Daniels con coca; la novia de ceja tatuada, labios carnosos y pans entallados que le permitían lucir sus piernas delgadas, abrió una de tequila con squirt. Ambos bebieron al mismo tiempo, como una coreografía sin ritmo. Ninguno me ofreció un trago. Cuestioné los valores de la juventud descarriada. Me pregunté si este tipo de bárbaros egoístas sólo se avisaban en la carretera México Puebla o eran una constante en todo el transporte público del Estado de México. Entonces volví a recordar a aquel antiguo compañero de viaje que me ofreció de su Bacardi. Lo imaginé con su bolsa negra de plástico, repartiendo licor entre sus confesores, desprendiéndose un poco más de sí mismo, camino a cualquier lugar.

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