Los godos en la FIL Guadalajara
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El curso del Imperio: Destrucción, de Thomas Cole |
Frente a mí hay una inmensa
torre de libros. Veo uno abierto, de pasta dura, con una espada sanguinolenta
en la portada. Tiene más de ochocientas páginas. Una mujer estira el brazo y lo
agarra. Lee la contraportada, la sinopsis y ve la foto del autor. Me observa,
vuelve su vista al libro y le murmura algo a su amiga. La gente se apelotona
alrededor de la torre, toma uno, ve el precio y se lo lleva. De pronto llega
una joven trigueña, de pantalón negro y blusa roja, me agarra del codo y me
dice: “señor, ya lo están esperando en el salón”. Le digo que me confunde con
alguien más. Ella dice que los escritores son muy ocurrentes, pero que guarde
mis ocurrencias para el final de la presentación, que vamos tarde. La señora
que leía la contraportada ahora me extiende el libro gordo para que se lo firme
y me tome una foto con ella. La joven trigueña le dice que las firmas son al
final de la presentación y con ficha. Al ver su rostro contrito, tomo su libro,
lo firmo y me saco una foto con ella. Sonríe, me abraza y se va.
-Señor, vamos tarde –dice
la joven trigueña.
-Yo no soy quien dices que
soy.
-Entonces por qué firmó el
libro.
-Sentí feo verla así.
-Eso no lo diría un
escritor.
-Ve, le digo que no
soy.
-Pero usted no es un
escritor, es el ESCRITOR y lo están esperando.
-Ni siquiera sé que he
escrito.
-En el camino lo
recuerda.
-Mire, vea mi credencial -digo
mientras busco la cartera que no encuentro.
Seguramente la dejé en el quiosco
de Planeta, dentro de mi morralito que le presté a Rodolfo Naró, mi amigo poeta,
para que guardara unas postales. Le explico a la joven lo ocurrido. No me cree.
Su cara de angustia me conmueve. Decido seguirla. En el camino le marco a
Rodolfo, pero no responde.
Entramos al salón. Las
cámaras fotográficas registran mi llegada. Hay como trescientas personas;
algunas de pie. En la mesa se encuentra un señor delgado, de barba cana de
candado, saco oscuro, camisa blanca impecable, sin corbata. Se ve alguien muy
importante. Se levanta al saludarme. Nos sentamos y me presenta a la audiencia.
Los ojos de la gente me escudriñan. Algunas personas me sonríen; otras, me ven
con admiración y escepticismo. El hombre importante se extiende en elogios
hacia mi trabajo y realiza un profundo análisis de mi obra que no conozco.
Descubro que solo escribo de los Godos y Alarico. Tengo una novela titulada Alarico y la sangre de los tiranos.
-Aunque fue muy complicado
traerte a la FIL, pues sabemos que eres muy celoso de tu privacidad y de tu
tiempo, te agradecemos tu presencia. Eres una de las figuras más reconocidas y
apreciadas de esta feria, etcétera, etcétera.
Y así siguió por varios
minutos más. Situación que agradecí hasta que preguntó sobre el origen de mi
temas literarios. De Alarico desconocía casi todo, salvo que había saqueado
Roma. Eso lo descubrí por mi profesor de historia, quien enojado gritaba que
éramos unos malditos godos. A mi amigo, el Memelas, le decía: “A ver tú,
Alarico posmoderno, te callas”. El Memelas preguntó qué quién era ese. El
profesor se quitó los lentes. Hizo una rabieta, se volvió a poner los lentes, y
durante las dos horas de clase nos explicó la historia de Alarico I que no venía
en el programa. Todos le pusimos atención por vez primera.
-Así fue como el tema de
los godos se volvió vital en mi formación literaria –dije mientras un reportero
me tomaba una foto de perfil.
-Y ahora qué proyecto
narrativo traes en mente.
No sabía qué decir. Sólo
miré a la concurrencia. Las miradas de curiosidad que se clavaban en mi rostro.
Sentí algo parecido al temor de hablar en público, pero también cierta
adrenalina. Entonces recordé algo que mi amigo Luigi Mascapone solía decir:
“Vuelve energía tu miedo, pues mal ladra el perro, cuando ladra de miedo”. Eso
lo dijo porque una vez leyó que el sobrino de Julio César, Octavio Augusto, una
vez consolidado su poder, mandó a Roma la cabeza de Bruto, para que la
arrojaran a los pies de la estatua de César en represalia por el asesinato de
su tío.
-De ahí parte mi futura
novela –les dije.
Después de aplaudirme. Me
pusieron a firmar cerca de ochocientos cinco libros. Lo supe, porque la joven
trigueña me dijo: “Vendió más que
Taibo”. Mientras firmaba, pensé en mi antiguo profesor de historia. De estar
ahí, se hubiera sentido muy orgulloso. Como los godos de Alarico.
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