Guillermo Samperio, un océano luminoso
Adiós, maestro. Siempre te diré así: Maestro Guillermo Samperio.
Porque eso eres para mí, un maestro, una guía. Contigo aprendí lo que ninguna facultad
te enseña: a vivir el mundo literario. En cierto sentido fuiste mi universidad.
Recuerdo cuando me diste mi primer trabajo: acomodar tu vasta biblioteca que
era un desmadre.
-Si encuentras libros repetidos, Galo, te puedes quedar uno.
Encontré solo los tuyos. Aún los conservo. Luego me becaste para
asistir a tu taller vespertino de cuento. Con los meses me ofreciste colaborar contigo corrigiendo textos, contestando correos,
oficios y cuanta cosa llegaba a la oficina. Eran los buenos tiempos, como
decíamos quienes trabajamos contigo. Andabas por los cuernos de la luna.
Premios por aquí y por allá. Viajes por el mundo: Argentina, España, Perú,
Ecuador, Italia, Francia, Praga, etcétera. Conferencias, charlas,
presentaciones. Trabajo que se iba acumulando. En el trajinar cotidiano muchos
escritores y aspirantes a serlo te visitaban en tu casa- oficina. Unos cuantos
se volvieron mis amigos; otros se volvieron despreciables. De estos últimos no
hablaré. Son los de siempre. No los vi ni en tu velorio ni en tu vida. De los
primeros, solo puedo decir que son amistades entrañables, las quiero, aún me
acompañan. Hace unos días estuvimos velándote, bebiendo las cocas que tanto te
gustaban. Incluso recordé que alguna vez le comentaste a Juan Pablo Vasconcelos
que me habías despedido por robarme tus cocas del refri. Lo cual era falso,
porque ya no tenías. Tampoco tenías Coca Cola ni agua la vez que íbamos a una
reunión con el director de la Central de Abasto. Tu boca estaba reseca, me
dijiste, pero no había líquido alguno. Tú armabas un extraordinario porro al
manejar, mientras yo revisaba si tenía todos los documentos del proyecto que
presentarías.
-Galo, bájale al vidrio tantito, por
fa.
-Sí, maestro.
No sé cuántas lecturas extraordinarias
me reveló tu biblioteca. Fui muy feliz en ese universo. Tu mundo, de cierta
forma, también construyó el mío. Muchas veces te vi sentado a la mesa de la
cocina leyendo a Celan, a Joubert, a Pérez Estrada, a Gómez de la Serna, a
Witold Gombrowicz a quien admirabas por también ser un rebelde. O al gran Macedonio
Fernández, a Roberto Arlt, a Oliverio Girondo
o a Rodolfo Walsh, a quien se chingaron los milicos. De Buenos Aires
trajiste un libro de Ricardo Piglia, Plata
quemada, que me diste; de Madrid, un gran disco de Andrés Calamaro, Honestidad Brutal, totalmente
desconocido en ese entonces. Ese no me lo diste, pero yo lo grabé en un disco. También
cómo dejar a un lado a tu admirado Joyce y sus Dublineses, que a veces escuchabas con música de Leonard Cohen o Nina
Simone. Subrayabas casi todas las páginas. O tu cuento favorito “Un día
perfecto para el pez banana”, de Salinger. De igual forma, hubo un tiempo en
que te dio por leer al polaco Stanislaw Lem, de quien me recomendaste una gran
novela: La investigación.
Un jueves por la noche, después del
taller, me dijiste que te esperara un momento. De tu librero sacaste un texto brutal
y entrañable para mí: Así en la paz como
en la guerra de Guillermo Cabrera Infante.
-Es una chingonería, en particular las
viñetas, Galito.
Tenías razón. Es una chingonería.
Hace un par de meses, cuando te visitamos
Rodolfo Naró y yo, observé que sobre tu cama tenías varios libros de clásicos
latinos, entre ellos a Marco Aurelio y Apuleyo. Hace varios años decías que la
educación de la literatura debía de ser de los modernos a los clásicos. En tu
caso saltabas de un lado a otro en tus lecturas. Como buen autodidacta, nunca
te vi estancarte en un solo derrotero. Para mí siempre fuiste un genio. Uno de
los mejores cuentistas del mundo. Tu mente libre bosquejaba múltiples imágenes,
ideas, como las fotografías dispersas de tu casa. Cada una de ellas, una
historia, una ficción, una posibilidad.
Te nos fuiste, querido
Maestro. Entré a tu cuarto, acaricié tu cabecita, moví tu flequillo y te dije
en silencio: “ya estás en un lugar mejor, querido amigo, querido Maestro, donde
ya nadie puede tocarte. Gracias por todo”. Salí del cuarto, abracé a mi
querido Rodrigo de Sahagún --tu fiel amigo, íntegro colaborador, quien cuidó
tanto de ti, de tu legado, y promovió tu obra como nadie—y lloré, lloramos,
como un rugido acuoso que se quiebra en las rocas. Al fondo se escuchaba el
rumor de un océano luminoso, eras tú. Nos sonreías.
Me conmovió mucho tu relato. Yo fui amiga de Guillermo, así que te mando un abrazo y te digo de corazón que siento mucho tu pérdida.
ResponderEliminarMuchas gracias, Iliana. Va un abrazo solidario de vuelta.
EliminarME ENCANTÓ EL RELATO. A LAS PERSONAS SE LES CONOCE POR SUS AMIGOS. gRACIAS POR COMPARTIR UNA AMISTAD TAN BELLA.
ResponderEliminarSolo tengo gratitud por mi Maestro. Y la gratitud es la memoria del corazón. Saludos y gracias.
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