Panda revolucionario


Anoche que me retiraba a mis aposentos para descansar del fragor cotidiano, revisé las últimas declaraciones del ínclito Obregón para incorporarlas en mi prolija investigación que algún día la patria me retribuirá en forma de beca del SNI. Las declaraciones consistían en una plática que sostuvo el Manco de Celaya con Adolfo de la Huerta, en el Castillo de Chapultepec: “¿Vasconcelos? ¿Vasconcelos? ¡Pero qué estás pensando, Adolfo! ¡Vasconcelos es un excéntrico! Además, si Vasconcelos llegara a la Presidencia, ya tendríamos que ir preparando nuestras maletas para el destierro".
Cuando dijo Vasconcelos, mis ojos comenzaron a cerrarse, pero cuando leí  "destierro" cerré mis ojos por completo.  Dormí con desasosiego, como si fuera un conspirador novato. De pronto, en la oscura noche sonó la música de la Pantera Rosa, que es el timbre de mi celular.
-Diga.
-Señor, lo estamos esperando abajo.
-Voy. Me quedé dormido.
-El Mercedes enfiló por avenida Paseo de la Reforma hasta llegar a un restaurante de arquitectura neoclásica frente al lago de Chapultepec. En las escalinatas me encontré al general Calles, quien estaba con el gordo Morones y el habliche de Prieto Laurens. Se acercó a saludarme, me dio un abrazo doble, muy revolucionario, y me dijo que “ya estaban adentro los muchachos”. Le di una palmada igual de revolucionaria, y le dije: “Te veo ahorita, Plutarco”. Morones solo se quitó el sombrero hipócritamente; ya cuando me iba, Prieto Laurens se acercó y me dijo: "Estamos en lo dicho". Asentí.
Entré al restaurante de piso de duela, sillas de caoba y manteles largos con inscripciones bordadas en las esquinas. Las mesas estaban colocadas en escuadra. Debajo de un candelabro dorado con bombillas en forma de vela, al centro de todas las mesas, estaban Obregón, Adolfo de la Huerta y dos sillas vacías. El triunfador de Celaya levantó su mano buena, echó un chiflido de arriero, como esos que se aventaba Catarino Ibañez, el gobernador de Toluca, al llamar a su vaca favorita, y me dijo “vente pacá”.  Los meseros solícitos me llevaron un jaibol en las rocas, como me gusta. Adolfo tomaba cognac y el Caudillo, quien estaba a mi lado, tequila derecho.
-Los convoqué  para ver lo de la sucesión presidencial.
-¿Aquí? ¿Frente a todos?- dijo Adolfo.
-Sí, para que no se hagan bolas las corporaciones. ¿Dónde está Plutarco?
-Está afuera con Morones.
-Pinche gordo. Nomás me lo distrae.
En eso entró Calles, el Turco, quien renqueaba y se apoyaba en un bastón con empuñadura de águila calva. Plutarco se sentó a mi lado. Le pregunté si se sentía bien y me dijo lo que yo tanto temía: que sí.
-Ya que estamos los cuatro, los he citado aquí por dos razones: la primera es porque aquí hacen unas enfrijoladas muy buenas, especialidad de Cholita; la segunda, para ver lo de las elecciones. Quiero que acordemos.
-Álvaro, aunque ya te había comentado mi desinterés por la presidencia, hay sectores que me han estado presionando para postularme- dijo Adolfo atribulado.
-Fito, tú bien sabes que la Revolución agradece tu experiencia política, pero agradecería más tus arias y tus clases de solfeo. Vieras que bonito cantas.
Fito no dijo nada. Yo creo que quería llorar cantando.
-En cuanto a ti, Plutarco, qué opinas? ¿Cómo te sientes?
-Me siento con la férrea voluntad de orientar al país y satisfacer las necesidades que demanda. Sin embargo, nuestras ligas amistosas son tan nobles que nos impiden cometer actos desleales entre nosotros. Somos enteramente adictos  a los principios de la Revolución y a nuestro Caudillo.
-A qué Plutarco, pues. Lo único que me preocupa es tu cara de mula desahuciada. Te dije que ya no fueras con ese infame gringo desabrido del doctor Abrahams. Me preocupa que te quiebres antes de tiempo, pues.
Plutarco que es parco, calló.
-Mi Galo, y tú qué piensas.
-Mi general, yo lo único que deseo es dormir de corrido.
Todos se rieron al unísono.
-¡Qué curado el Galo! Pero guarda tu falsa modestia y abra tus cartas. Estás entre amigos.
-Ta bueno, mi General, si  bien es cierto que cada uno de nosotros tiene capacidades sobradas y comparto los doctos argumentos que ha dado respecto a mis amigos presentes, también es cierto que todo el partido Cooperarista, así como su líder Prieto Laurens, respaldan mi candidatura.
-Este vato sí que abrió sus cartas fuerte. Vaya pues. Antes deja que te diga lo siguiente, en otras circunstancias me inclinaría por tu candidatura, pero en estos momentos no es posible.
-¿Por qué mi General?
-Porque usted es un Panda y ningún Panda ha gobernado este país. De tal suerte he decidido enviar una iniciativa de ley al Congreso para reelegirme por el bien de la Revolución.
En ese preciso instante la concurrencia lo ovacionó. Adolfo se echó un aria vehemente a manera de loa; Plutarco, parco, aplaudió golpeando su bastón en el suelo. El general Obregón agradeció con su brazo bueno alzado, a manera de triunfo arrollador.
Desde mi asiento, solo alcancé a balbucear: “Pero mi general, soy un Panda revolucionario”.

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