Foucault y los calvos
Leo a Foucault en el metro. Voy de pie. Frente a mí hay un hombre sentado. Desde mi posición, veo su espectacular calva. Hay cabelleras increíbles y frondosas, pero casi nadie habla de los calvos. La de este hombre era una calva circular, simétrica, lustradita, perfecta. Recordé el chiste del calvo del cine que me contó mi amigo Luigi Mascapone. También a mi hermana que un día gritó emocionada en la fila del banco: "Mira mamá, un calvo". Foucalt también era calvo y con lentes. El calvo del metro solo era calvo y sin lentes. A Foucalt nunca se me habría antiojado darle un cerillazo. O quién sabe. Pero al calvo del metro sí. Su calva lironda y brillosa me decía: dame un cerillazo. El cerillazo consiste en que con tus nudillos simulas encender un cerillo en la cabeza de alguien y luego corres. Pero mi prudencia lo impidió.
Casi todos los días, en el camión, me encuentro a un padre de familia que lleva a sus dos hijos a la escuela. El menor de ellos se trepa a sus piernas y le acaricia la pelona; la otra vez le dio un cerillazo. Cuando eso ocurrió, pensé en Foucault: "si se quiere captar los mecanismos de poder en su complejidad y en detalle, no se puede limitar al análisis de los aparatos de Estado". Tiene razón. Lo confirmé al ver al hombre sobarse la pelona, frente a la risa desbordada de sus hijos.
Comentarios
Publicar un comentario