De temblores y simulacros

Me aterran los temblores. La última vez que me agarró uno fue en el último piso de un edificio que siempre he creído que se colapsará en cualquier momento. Desde el último piso, era imposible evacuarlo por dos razones: la gente se apelotonaba en las escaleras y además está prohibido bajarlas en un sismo. Me quedé en mi lugar; quise meterme debajo de una mesa, pero ya estaban ocupadas por una pareja. Entonces decidí abrazar una viga transversal de acero, que funcionaba como columna, e imaginé que si todo se derrumbaba, no sería dentro de mí, y quedaría colgando de ella a 30 metros de altura, como el del anuncio de Kola Loka, pero sin pegamento. Lo bueno es que no quedaría solo; había otro compañero que rezaba, abrazado a la misma viga que yo: "¡Ay, Papá Diosito!, ¡Ay, Papá Diosito!". Era un hombre de fe. No sé dónde leí que en las guerras se revela la verdadera esencia de los humanos. Quien lo dijo, olvidó incluir los temblores. Los simulacros no cuentan, pues ahí todo fluye y la gente aun se da tiempo para socializar, echarse un cigarro e ir por las tortas. Pero cuando el verdadero temblor te agarra en el último piso, como a mí, tu mejor amigo es la viga de acero a la que te aferras como un náufrago. Al final tu supervivencia depende de la Fortuna y de qué tan bien hayas introyectado lo que aprendiste en la charla que te dan los de Protección Civil en la escuela. Como dice mi amiga Kamachova "el fenómeno es natural, el desastre opcional". La prevención es el camino. Al concluir el temblor, nos sacaron a la calle hasta que los responsables evaluaron que podíamos regresar al trabajo. Afuera del edificio, el que temblaba era yo. Sentía la viga marcada en mi pecho. No faltó quien dijera: "Chale,ni se sintió", mientras tuiteaba: "Chale, ni se sintió. Pinche alerta sísmica". Al verlo me dije: “Pobre país tan lejos de de la prevención y tan cerca de los Millenials”.

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