La democracia va más allá del voto
El Informe
País sobre la Calidad de la Ciudadanía en México (2014), elaborado por el IFE y el Colegio de México, expone
datos relevantes en torno a la participación y la convivencia democrática en el
país. El estudio es amplio, basado en
una representativa encuesta (11 mil entrevistados de todo el país), y está
dividido en seis ejes de los cuales me interesan
los relativos a la vida comunitaria y los valores y calidad de la ciudadanía.
El informe señala que la
vida comunitaria, a diferencia de la vida política, ocurre generalmente fuera
de los canales institucionales de las elecciones y carece de un tinte
partidista. Funciona por la voluntad y el esfuerzo de ponerse de acuerdo y
organizarse como sociedad para resolver los problemas de su entorno inmediato,
por ejemplo ¿quién le dice al vecino violento que recoja las heces de su
mascota y que no estacione su auto en el cajón que no le corresponde? ¿Cómo se
resuelve la morosidad de quienes no pagan cuota de mantenimiento en su
condominio? ¿Quién le reporta a las autoridades que hay un peligroso bache en
la avenida de enfrente?, por mencionar algunos casos. Problemas graves en un
espacio pequeño donde solo un montón de osados se aventura a organizarse para
intentar solucionarlos.
Ahora bien, imaginemos
esos mismos problemas a nivel macro, digamos una delegación cualquiera. Veríamos
otro reducidísimo grupo de ciudadanos comprobando lo expuesto por el politólogo
Giovanni Sartori (2009): “la participación democrática es ponerse en marcha por
uno mismo, no por alguien más. Lo cual necesariamente implica una reducción en
las cifras de participación”. Muy pocos
ciudadanos compran ese boleto. En un estudio realizado por GAUSCC-Nexos, El mexicano ahorita: Retrato de un liberal
salvaje (2011), los mexicanos se declaran, mayoritariamente
(61% contra 39%), dispuestos a hacer todo lo que pueda traerles beneficios,
aunque su conducta no se los traiga al país.
¿Por
qué ocurre esto? Son varias las razones. Apuntaré sólo algunas que ya se han señalado con
anterioridad en otras investigaciones. El doctor Javier Aparicio (2011), siguiendo el trabajo clásico
de Mancur Olson (1992), respalda un hecho substancial: la estructura de costo-
beneficio también es determinante para explicar el éxito de una acción
colectiva. Ello significa que el individuo tiene muy pocos incentivos para
ofrecer su tiempo, su dinero y su esfuerzo en acciones colectivas de las cuales
no verá el beneficio inmediato. Por tal motivo, los individuos
actuarán colectivamente para proporcionar bienes privados, no para proporcionar
bienes públicos. Lo que a su vez genera un aura de desconfianza ante el
comportamiento de las asociaciones que solo benefician a “unos cuantos”, por lo
regular sus miembros. Se olvida que la
participación en asociaciones es uno de los elementos fundamentales de la vida
comunitaria, pues ahí la gente intercambia argumentos, opiniones, resuelve problemas,
convive. No es de extrañar que el 46% de
los mexicanos reporta que nunca ha tenido esta experiencia.
Por otra parte, hace
medio siglo no había ningún camino para la vida comunitaria y la acción
colectiva fuera de los canales corporativistas diseñados por el PRI (Somuano y
Castañeda). La sociedad civil era endeble, apática, ilusoria y su participación
social se diluía como un terrón de
azúcar en la conversación vespertina. Hoy, la conversación política constituye
casi el 40% de la participación (no electoral) más común entre los mexicanos,
pues “involucra muy poco esfuerzo y más que medir participación mide el interés
que los ciudadanos tienen en la política”.
De igual forma, el
doctor Alejandro Moreno (2005) indica que “nuestra sociedad continúa sumamente
desconfiada y característicamente desorganizada”. Aún no existe una cultura de
participación en la comunidad que permita el cambio en la sociedad por parte de
sus propios miembros. En un estudio elaborado por Almond y Verba (1989), hace
algunos años, describen a México como un país caracterizado por sus altos
grados de corrupción debido a sus bajos niveles de confianza social; por
ejemplo, 94% de los mexicanos expresó que “no se puede confiar en la gente,
pues va a aprovecharse de usted”.
Por ello el nivel de
asociacionismo en Estados Unidos es mayor que el de México en todos los rubros.
En México, como demuestra el informe, la acción altruista que más se realiza es
la donación en efectivo a la Cruz Roja, seguida por la ayuda a desconocidos; la
donación de alimentos, medicinas o ropa en caso de desastre; la participación
en alguna actividad comunitaria de manera voluntaria; la donación de sangre; la
donación de efectivo u objetos a programas televisivos y de radio; y la
donación o voluntariado en una organización social se ubica como última
instancia.
Si se quiere revertir
este panorama debemos entender que la democracia no sólo es un método de elegir
a quienes gobernarán con un conjunto de condiciones que garanticen la calidad
del proceso electoral. La democracia no sólo vive del voto, ni se reduce a eso.
La democracia no es desarrollo económico, combate a la pobreza o crecimiento
del PIB. La democracia es también respeto por el Estado de derecho; el
desarrollo y fomento de la cultura de la legalidad; la ampliación de derechos
políticos y civiles; la inclusión social plena de las minorías.
Asimismo, la democracia
se construye con la participación comunitaria que va más allá de lo político. Reducir la desconfianza, tanto interpersonal
como institucional, requiere algo más que un voto. Esa suspicacia existente
entre Estado y ciudadanos puede provocar una actitud de franca apatía por parte
de estos últimos hacia el sistema político, como se observa en la profunda
decepción que la sociedad tiene de la democracia (sólo el 53% indica que es
preferible).
Existen muchas organizaciones que han contribuido a
romper ese paradigma. Por tal motivo, es necesario que continúen en esa misma
línea. Las organizaciones sociales ayudan a que las políticas sean públicas, no
necesariamente del gobierno, quien muchas veces está rebasado. No hay que
olvidar que por más efectivo que sea un gobierno nunca cumplirá todas las
expectativas de la sociedad. Conscientes de ello muchas organizaciones han
expandido la agenda de los gobiernos y se han movido hacia los espacios vacíos
que ha dejado tanto el Estado como las instituciones tradicionales (Somuano,
2011). Más allá de debilitarlo o atomizarlo, muchas han reconocido la
existencia del Estado, se ha trabajado de manera conjunta, sin dejar de ser un
contrapeso necesario que equilibre ese poder asimétrico en la sociedad. Apenas nos
estamos acostumbrando a que haya más participación comunitaria, responsable, profesionalizada
y propositiva, que no se sienta a esperar que las soluciones vengan del
gobierno. El camino es largo aún, pero el diagnóstico es certero.
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