Malvaviscos fortachones


Hace varios años me encontré a un compañero de la preparatoria. Él abordaba el microbús con su novia, mientras yo lo observaba discretamente desde un estrecho asiento de plástico. ¿Será o no será?, pensé. Y en efecto; era mi antiguo colega de la institución marista, pero no recordaba su nombre. De pronto, cuando lo tuve frente a mí, movido por la emoción que producen los encuentros con el pasado adolescente, le espeté:

¡Quiubo Pony! ¿No me recuerdas? Estudiamos juntos en la prepa.

¿Quién eres? –respondió.

Soy Galindo, del CUM. Me sentaba junto a Carrillo.

Se hizo un silencio incómodo; luego me miró con displicencia.

Mmm, sí, Galindo –dijo con cierta modorra y fastidio–. Pero te recuerdo que no soy Pony, sino Valder Campos.

¡Claro! Es que soy algo olvidadizo, Valder.

Comprendí que mi saludo no era bienvenido. La novia me observó entre incómoda y extrañada. Luego le susurró al oído. Él le respondió algo como es un güey de la prepa, mi vida. Sobra decir que el Pony ni siquiera tuvo la cortesía de presentármela. Entonces descubrí, como los grandes estrategas, que el terreno era hostil y marqué retirada. Corté la conversación de manera diplomática; es decir, me bajé del camión en la siguiente parada y de esta forma evité un viaje desagradable y perturbador.

Recuerdo que le decíamos Pony porque no era precisamente un rascacielos, pero tenía buena patada gracias a sus entrenamientos en la selección de fútbol escolar. Eso es todo lo que recuerdo de él. Y que me debía treinta pesos de una comida corrida con el chino Peng.

El escritor y periodista mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi apuntaba, a propósito de los apodos, en el capítulo dos de su extraordinaria novela El Periquillo Sarniento, lo siguiente: “Entre los romanos fue costumbre conocerse con sobrenombres que denotaban los defectos corporales de quien los tenía: así se distinguieron los Cocles, los Manos largas, los Cicerones, los Nasones y otros; pero lo que entonces fue costumbre adoptada para inmortalizar la memoria de un héroe, hoy es grosería entre nosotros. Las leyes de Castilla imponen graves penas a los que injurian a otros de palabra, y el mismo Cristo dice que será reo del fuego eterno el que le dijere a su hermano tonto o fatuo”.

Verdad es que en nuestros días los motes no inmortalizan a nadie, ni falta que hace, para eso está la televisión. No obstante aún ridiculizan y ofenden. Recuerdo el caso de otro amigo mío (soy muy sociable) que desde la primaria hasta la preparatoria le apodaron el Bombón. El génesis del sobrenombre tuvo lugar en una clase de segundo de primaria con la maestra Lita, quien le dijo que parecía un bombón –por lo esponjoso de su cuerpo y lo dulce de su alma–, mientras le pellizcaba cariñosamente la mejilla. En el recreo los vándalos del salón lo bautizaron en los bebederos.

Con el transcurrir del tiempo mi amigo siguió conservando su fisonomía abultada, sus rollizos cachetes y su apodo. Quizás si hubiera hecho una dieta de lechuga y adquirido un temperamento iracundo y tosco, el mote se habría eclipsado, como la maestra Lita que murió hace dos años. Pero no fue así.

Durante los primeros meses de vida universitaria, mi amigo se había olvidado del famoso mote. Vivía en un espacio de libertad y pluralidad académica. O lo que esto signifique. Nadie lo conocía ni sabía de su pasado. Lo único que lo distinguía de los demás estudiantes era su número de matrícula: 099304568, de la que se sentía muy orgulloso. Yo lo vi besar su credencial dos veces en la biblioteca. Además había ingresado al equipo de pesas y su complexión rechoncha había adquirido proporciones vigorosas. Si bien no era esbelto se había convertido en un gordinflón fornido. Pero como decía mi abuela: el que nace para barril del cielo le caen los aros. Y como no todo lo que brilla es oro; una tarde, cuando mi amigo salía del gimnasio con sus atléticos compañeros, quiso el destino que se encontrará de frente con una excompañera de la secundaria, quien se le abalanzó al cuello mientras gritaba: ¡Bombón, Bombón! ¡Qué gusto encontrarte por aquí! El Bombón puso cara de gárgola y se petrificó. Volteó patidifuso a ver a sus amigos, quienes tan sólo intercambiaban miradas burlonas. ¿Quién era esa aberración que lo abrazaba, restregándole en la cara su pasado? El Bombón vació su archivo mental hasta que dio con el nombre: Julia Trípoli, sobreviviente del campo de concentración de la secundaria. Uno de esos tumores que creía extirpado para siempre de su vida y bruscamente reaparecía, agitando sus voluminosos filetes.

Al día siguiente, la noticia se propagó entre los compañeros del Bombón. Las líneas del anonimato y el sosiego se rompieron. Y mi querido camarada, de ser la matrícula 099304568, pasó a ser un malvavisco macizo, o lo que es lo mismo un Bombón fortachón, como ahora le decimos sus amigos.


http://www.mercadocalabajio.com/2008_02_26_archive.html

Comentarios

  1. Cuando entré a la preparatoria, algunos de mis compañeros me bautizaron "Lorenieves", debido al supuesto parecido con la chica del cuento. Un día, estaba en segundo semestre en la clase de estadística y no recuerdo que nos preguntaba el maestro cuando uno dijo "ella es lorenieves", todos estallaron en risa y me molesté un poco, sin embargo cuando recuerdo ese apodo no me siento mal. Uno de mis ex, y estaba también en la prepa, me decía, junto con sus amigos, la Casper, así,como suena, por Cristina Ricci en aquella película del fantasma que sólo quiere tener amigos. Y mi padre me ha dicho de varias maneras, pero eso, como dicen, queda entre familia.

    Saludos

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